Estamos inmersos en una aceleración constante impulsada por la innovación tecnológica y de la mano de un crecimiento económico que cada vez genera más disfunciones, costes sociales y ambientales. Producto del cortoplacismo y de una estructura y cultura económica viciada, nuestras formas de producción y consumo provocan infinidad de efectos negativos que no entran en la ecuación económica, de los que nadie parece hacerse responsable.

La confianza casi exclusiva en la innovación tecnológica como vía de escape de un colapso, cada vez menos cuestionado, impide una reacción firme sobre la exportación de costes sociales y ambientales que acabamos asumiendo desde los impuestos públicos, que financian a las diferentes administraciones, o directamente quedan sin respuesta, y van amenazando nuestra vida y la de nuestros ecosistemas.

Es clara la necesidad de seguir innovando en nuevas tecnologías, ahora bien, debemos ir cambiando el “para qué”. En ningún caso para mantener una situación que es evidente que no es sostenible. Las nuevas tecnologías han de ponerse al servicio de una ecuación que no solo puede responder en términos financieros, sino que es necesario que comprenda todos los conceptos económicos incluyendo resultados sociales y ambientales junto a los financieros.